El análisis sobre el fenómeno electoral sigue. Prueba de ello son las observaciones que podamos hacer al lenguaje con el que los medios y políticos se expresan y que luego los ciudadanos adoptamos. Esto también puede suceder entre lenguajes y entre países que viven periodos políticos complejos.
Hoy traigo a los lectores la palabra «grifter». Con ella se han descrito las acciones del presidente Trump, así como de miembros de su gabinete, campaña y otras figuras satélite de su familia. Una traducción directa nos conduce a estafador. Es correcto tal traslado al español, pero, ¿por qué se puso de moda?
Aunque no sería nada nuevo describir a ciertos políticos como estafadores o embacuadores, veamos cómo ha evolucionado el vocabulario para describirlos. Grift fue utilizado el siglo pasado en periódicos para hablar sobre criminales y lo que hacían para ganarse la vida. Sin embargo, en ese entonces se usaba la variación «graft». Esta última palabra es más antigua (por siglos) y también más honrada, pues se refería justo a eso: trabajo o empeño. Otra traducción, que el lector puede comprobar, alude a un injerto botánico. Graft nos da una riqueza periodística mayor: corrupción moral, chanchullos, etc.

Ese vínculo de honestidad graft como trabajo y con la estafa, también nos remite a una palabra que considero deliciosa: vividor. Cuántos mexicanos no hemos escuchado tal palabra con desilusión para señalar a esos que explotan cualquier autoridad, por mínima que sea, para hacerse de recursos. Aquí la segunda acepción en el Diccionario de la Real Academia Española de la palabra «Dicho de una persona: Laboriosa, económica y que busca modos de vivir»; la tercera dice: «Que vive a expensas de los demás, buscando por malos medios lo que necesita o le conviene.» Sucede lo mismo: se antepone ganarse el pan por la buena, antes que recurrir a la estafa.
De manera reciente, grifters han sido aquellos que han utilizado la imagen y las declaraciones de victima del presidente Trump para recaudar fondos. The New York Times publicó que en menos de un mes su equipo de campaña había reunido 170 millones de dólares. Le donan aquellos que no creen en el sistema electoral de Estados Unidos, esos quienes desconfían de las instituciones que él mismo atacó, los incrédulos que dicen dudar de todo salvo de sus mentiras.


Sus abogados dan un espectáculo diario en el que se busca desacreditar de cualquier manera la certificación de la elección. Se trata justo de eso, de un show en el que la acción y la trama nunca lleva a un desenlace, pero cuyo culebrón da para temporadas y temporadas de venta de productos milagrosos, de baja calidad o que tengan impreso el apellido de la estrella de reality que estuvo a la cabeza (no sé si dirigió) el país más poderoso del mundo. En Estados Unidos el candidato que desea un recuento de votos debe financiarlo. Trump y su maquinaria dan para eso y más. A pesar de los costes, su movimiento es redituable.
El fin de semana en un evento en Georgia el presidente dijo a su audiencia que todos son víctimas. ¿Qué pasó con la imagen de hombre fuerte? Su público lo cree. El resentimiento crecerá y las billeteras se abrirán.

Es negocio gritar fraude. Hay que mantenerse siendo víctima. El experimento da para vivir después de ser presidente y otras para llegar a la presidencia.